Existen importantes motivos de satisfacción para aquellos españoles que van a verse afectados –que vamos a vernos afectados– por los incrementos impositivos que, como “regalo navideño”, anunció el nuevo Gobierno.
El primero de ellos –y no pequeño, por cierto– es la confirmación de que nos encontramos en el privilegiado grupo de ciudadanos que cuentan con un puesto de trabajo y con una renta de un volumen suficiente para afrontar la nueva carga fiscal. El segundo motivo es más importante, pues afecta al sentimiento de quien disfruta de un espíritu noble: nuestro trabajo, nuestro ahorro, nuestro esfuerzo acumulado, puede contribuir a ayudar a los que menos tienen y a volver a impulsar la tierra en la que nacimos.
Pero la gravedad de la situación española y su concreción dramática en la tragedia personal de muchos de nuestros compatriotas, obliga a dar un paso más. Analistas económicos, políticos y creadores de opinión están reclamando racionales medidas de flexibilidad en las empresas, en la negociación colectiva y en la legislación laboral.
Siendo ineludible la adopción de marcos reguladores más ágiles, cabe preguntarse si esas necesarias medidas liberalizadoras van a repercutir necesaria y exclusivamente en las capas más débiles de nuestra sociedad.
En otras palabras; ese privilegiado grupo de ciudadanos –del que hablábamos al principio– que somos los que finalmente tomamos las decisiones en el ámbito de nuestras empresas e instituciones ¿estamos dispuestos a dar otra “vuelta de tuerca” y sacrificar algo más de nuestros lícitos ingresos en aras al bien común mientras dure esta triste situación? Antes de adoptar drásticas reducciones de plantilla ¿existirán directivos dispuestos a renunciar transitoriamente a incrementos retributivos, bonus y otros beneficios, conscientes de que -en ocasiones- así se pueden salvar no pocos puestos de trabajo?
No cabe duda de que un mayor sacrificio por parte de los que más tienen, contribuirá solventar muchos dramas personales, inyectará un torrente de saludable confianza en el engranaje empresarial y económico de nuestra sociedad y supondrá un retorno a la práctica de los valores morales que dieron origen a la civilización occidental, que –en demasiadas ocasiones– se encuentran lamentablemente olvidados.
Aquellos que se sacrifiquen consolidarán su derecho a poder exigir y a ejercerlo con la conciencia tranquila, pues habrán alcanzado el venturoso privilegio de tener autoridad moral. Autoridad, por supuesto, en el ámbito más cercano –en el que se ejercen labores directivas y se toman decisiones que afectan a terceros– pero autoridad, sobre todo, pública y social; porque en España se ha hecho perentoria la hora de exigir responsabilidad a los que ostentan cargos políticos:
Va a ser difícilmente soportable que los gobernantes exijan sacrificios a la población, mientras se hacen tímidos recortes en el desmedido gasto público en partidos políticos, organizaciones empresariales y sindicatos de afiliación prácticamente irrelevante.
La enumeración de gasto público superfluo en nuestro país sería de una patética longitud, pero, desde luego, no va a ser fácil que los españoles que asuman un mayor esfuerzo personal continúen aceptando el dispendio en televisiones públicas ruinosas, indemnizaciones millonarias para gestores de cajas de ahorro a las que llevaron a la quiebra, subvenciones a un cine de dudoso gusto que –afortunadamente, por otra parte– nadie contempla o el absurdo coste de mantener caricaturas de “embajadas” para que pequeños prebostes practiquen una diplomacia de opereta.
En su Ética a Nicómaco Aristóteles llegó a afirmar que la más noble actividad a la que podía dedicarse el ser humano era la Política. Vista la actual situación, sería interesante indagar qué es lo que hoy piensan los españoles al respecto; pero, al parecer, el resultado que arroja cualquier encuesta es demoledor.
Es imprescindible que esa ejemplaridad –exigible en los ciudadanos que habrán de afrontar sacrificios– sea vivida de forma igualmente estricta por la clase política; pues ocupar un cargo público debe ser entendido como un deber, una obligación de servicio y un honor; no como un privilegio.
Pero, sea cual fuere la actitud de nuestros gobernantes, conviene incidir en la idea, apuntada inicialmente, sobre el valor cívico de esa actitud de sacrificio a la que estamos obligados quienes contamos con medios para hacerlo; aquellos que más podemos contribuir a levantar nuevamente esta antigua y maltratada nación.
Es posible que el mensaje que se contiene en estas líneas sólo sea compartido por unos pocos. Si así ocurriera, ojala que esos pocos se encuentren en los puestos más señeros de la sociedad civil –responsables de empresas, de medios de comunicación, de centros investigadores o de escuelas de negocios–; pues esos pocos tienen un enorme poder transformador.
Urge a nuestra maltrecha sociedad que quien coincida con estos valores y actitudes, los ponga en práctica en el ámbito en el que se desenvuelva –su pequeño comercio o su gran empresa, su industria o su centro universitario–. Por limitada que pueda parecer, su aportación no será estéril.
Al Mundo nunca lo han movido las multitudes, ni las “Oscuras Leyes de la Historia” –porque éstas no existen–; al Mundo siempre lo han movido unos pocos hombres, con capacidad de liderazgo y sacrificio, y dispuestos a convertir su vida en un ejemplo para los demás. Hagamos votos por que en la dolorida España de hoy podamos hallar un puñado de hombres así. Nos va mucho en ello.
